Carlos Pistelli

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Aniversario de Morón, que los brasileños llaman Caseros.

Juan Manuel de Rosas, Museo del Bicentenario

Morón.

                Urquiza se abrió paso por Santa Fe en el verano de 1852. La provincia del Brigadier lo recibió gustosa mientras Pascual Echagüe retiraba a sus hombres[1]. La veloz marcha del gran ejército ganó la parte final de la guerra, custodiado por la flota imperial.

Rosas renunció a la defensa del arroyo del medio que le proponía Pacheco y atrincheró sus tropas en las cercanías de Morón. Las últimas órdenes son algo desconcertantes[2]. Saca del mando a Pacheco, sospechoso de actitudes proclives al enemigo, y asume él mismo cuando se sabe que el mando militar no es su fuerte. A Chilavert, rosista desde la derrota de los franceses, le llega a decir que sea como sea el resultado de la guerra habrá organización constitucional. Llega a renunciar y a pedir no derramar sangre en vano. Si buscó la muerte heroica en el combate no sabemos. Sólo que sus órdenes fueron atacar a la división brasileña como si la batalla fuera contra ellos solamente. Chilavert, disparó contra la división imperial hasta la última bala de cañón y luego con piedras. Finalizado el combate, esperó a los vencedores fumándose un cigarro, como con desprecio al enemigo[3].

La batalla ganada de antemano, fue un lucimiento del talento táctico del general Urquiza. Casi cincuenta mil hombres en combate decidieron el futuro del Río de la Plata. Aunque victorioso y lleno de gloria don Justo, el ganador fue el Imperio Brasileño. El 20 de febrero, aniversario de Ituzaingó, desfiló la división del mariscal Caxias vengando la derrota de 1827. Suena cómico. La llegada de un ejército extranjero fue saludada por varios conspicuos escritores de la cultura nacional. Era la mentalidad colonial que arruinaría la Nación. Figúrense: hubieran sido británicos cuando 1807 (lo fueron, y en Obligado) y sostenedores de Cisneros en mayo de 1810. ¿Se nos va la mano? No crea. Pónganse cómodos. El despilfarro de la Argentina empezará tras Morón y se profundizará después de Pavón. Correrían tiempos donde las mayorías no tendrían nada que hacer. Al menos hasta 1916.

Urquiza escribe el parte de batalla anotando que don Juan Manuel combatió con valentía. Escribe en el parte, acaso, “batalla de Morón”. Los brasileños le impondrán otra cosa: Como ellos pelearon en la estancia de Caseros, le imponen el nombre a la batalla. Urquiza, disgustado, firmó como le ordenaron. Pasará veinte años firmando todo lo que le manden.

Todavía molesto con esos días que le deben haber parecido duros, Urquiza decidió el desfile en Buenos Aires. Intentó a toda costa engatusar a los ‘macacos’, como los llamaba entre ‘ternos’, cuando se cabreaba, para que no recorrieran victoriosos la capital histórica argentina. Pero estos desfilaron triunfales, el 20 de febrero, aniversario de Ituzaingó: “Nunca veremos argentinos en Río, como nosotros hicimos en Buenos Aires”, le escribirá Caxias al Emperador.

Rozas abandona el campo herido en su mano. Escribe su renuncia a la Legislatura y se asila en la legación británica, sobre la calle Bolívar, a cuadras del Cabildo Histórico. Se van con él sus familiares directos y el general Pascual Echagüe, fiel hasta el final. Desde las gradas portuarias observa su vieja ciudad exactos siete días. La nao parte cruzándose con los emigrados que vuelven a casa. Se irá a Inglaterra, donde residirá el resto de sus días[4].

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[1] El 25 de diciembre de 1851, el villorrio de Rosario se pronuncia por Urquiza. Éste les devuelve el gesto elevándola a ciudad en agosto de 1852. Los rosarinos, agradecidísimos, dan una de sus calles a Urquiza con el nombre de 25 de diciembre, en honor a su levantamiento. Recién a finales del siglo XX, concejales de la ciudad enmiendan la traición nacional y le dan a la calle el nombre de Juan Manuel de Rosas. Pero todavía hoy, a la cancha de Central Córdoba, se le sigue diciendo, el Gabino de Virasoro y 25. La hinchada del Ferrocarril Central Córdoba, institución deportiva de los vulgares, cuya reuniones populares se dan en la esquina de 27 de febrero y 25, se hace llamar la “26”. ¡Pucha, che!

[2] En esos días de enero de 1852, arriba a Buenos Aires tras su paso por Europa, su sobrino Lucio Mansilla, hijo de su hermana y del general victorioso en Quebracho. Lo recibe en medio de tantas obligaciones. Mansilla, esmerado escritor, contará como un cuento aquel encuentro magno. Rosas le pide que le corrija la gramática de unos escritos. Pasan las horas y el sobrino está famélico. Entonces se le ofrecieron platos de arroz con leche. El tío se entretenía viéndolo comer platos y platos de arroz con leche mientras escuchaba de sus historias europeas, con el país al vilo, y le pedía que le corrigiera errores ortográficos de distintos escritos. El general, al enterarse los desatinos del cuñado, exclamará, “Lo que te dije, tu tío se ha vuelto loco, loco”.

Lo visitarán en el exilio años después, y el gaucho pícaro les dirá, “Ya sé lo que me contará, sobrino, que su padre dijo que yo estaba loco por  entretenerme con Usted en medio de la guerra, pero dígame la verdad: ¡Que ricos estaban esos platos de arroz con leche!”.

[3] Será fusilado por la espalda tras una discusión de gritos e improperios con el general Urquiza, en donde tal vez le haya dicho “traidor a la Patria, comprado por los brasileños”.

[4] Vivirá su largo exilio en solemne austeridad. Apenas se carteará con algunos amigos y viejos colaboradores. Vivirá modestamente de sus granjas, de ahí su apodo farmer, y por algunos dineros que le manda Urquiza, a quien aconsejará paternalmente sobre cambiar sus actos, que lo llevarán a la muerte si sigue así. Y volverá al país recién en 1989, ciento veintidós años después de su muerte. Pero ni su regreso le hace merecido honor a su grandeza: Se andaba en los planes de indultar a Videla y cía, y el arribo de sus restos entraban en la falsa lógica de la pacificación nacional esgrimida por el entonces presidente Menem.

Así se fue Rosas. Al menos pudo mandar a callar desde el más allá a José Mármol, quien dijera Ni el polvo de tus restos la América tendrá. No volverá a formar familia pese a que intentó llevarse a Eugenia Castro, su “querida”. Tal vez ella se hubiera convertido en su “isabelita”, y se dejaran retratar posando con algún perro caniche. Tuvo su 17 de octubre en 1833, de la mano de su “Evita”, Encarnación Ezcurra. Montoneros morían y mataban por su vieja causa, y asesinarán a Urquiza, su Aramburu. Su López Rega, Cuitiño, morirá antes de tiempo. Si pronunció las máximas Me llevo conmigo las más maravillosa de las músicas…  ya no podríamos decir.

Manuelita le tomó las manos frías cuando se moría, “Cómo se siente tatita?”, No sé, mi niña, y así se nos fue el Padre de la Nación.

Algo más, que vale contar. En la última carta que se le conoce, todavía comenta de su decisión de haber fusilado al cura Gutiérrez y a Camila O’Gorman. Al pobre viejo, evidentemente, todavía le pesaba en la conciencia el haber mandado a matar a la chica embarazada…

6 comentarios

  1. Marcelo La Rosa

    Muy bueno lo suyo, compañero

    • Carlos Pistelli

      Muchas Gracias, Marcelo. Voy a ver si puedo hacer una nota más del tema q me tiene dando vuelta.

  2. rafa

    Cuando estuve en el Colegio Militar de la Nación, 2 Coroneles que nos daban unas charlas de Historia nos dijeron a toda la agrupación basica de cadetes, el desfile no fue el 20, sino el 19 y segundo que nunca fue venganza porque el Brasil jamas tomö como derrota la batalla de Ituzango hasta el dia de la fecha, ya que las tropas argentinas se retiraron luego de ganar. Las palabras o una carta de un militar, no representan la voz del gobierno de un pueblo. Otro mito mas.
    Saludos pipo.

    • Carlos Pistelli

      Gracias, Rafa!.

  3. Marcelo La Rosa

    Habría hoy que recordar al Dr. Cuenca, muerto en Caseros. Le dejo esto a su disposición :3 de Febrero era 1852 era asesinado el Dr. Claudio Mamerto Cuenca «El mártir de Caseros»
    Claudio Mamerto Cuenca (Buenos Aires, 3 de octubre de 1812 – El Palomar de Caseros, 3 de febrero de 1852), fue médico y poeta argentino.
    Hijo de Justo Casimiro Cuenca y de Lucía Calvo. Su nombre de bautizo era Claudio José del Corazón de Jesús Cuenca, y no se sabe por qué razón lo cambió por el de Claudio Mamerto Cuenca. Hizo sus primeras letras en la casa parroquial para ingresar a los 16 años en el Real Colegio de San Carlos (actual Colegio Nacional de Buenos Aires), que en esos años estaba fusionado con el Seminario Conciliar, dirigido por los jesuitas y funcionaba junto al templo de San Ignacio. Excelente alumno, se recibió de bachiller con notas sobresalientes y cuatro años más tarde ingresó al Departamento Médico de la Universidad de Buenos Aires. Sus maestros en la medicina, entre los que se encontraban los doctores Francisco Cosme Argerich y Raúl Cristóbal Montúfar, entre otros, formaron ―a pesar de lo precario de la época― destacados médicos. En la Universidad de Buenos Aires tuvo como maestros a Diego Alcorta, León Banegas y Miguel García, y en medicina, a Irineo Portela, Gómez de Fonseca, Francisco de Paula Almeyra, Juan José Fontana y Fuentes Arguibel.En el Hospital de la Residencia se dictaban cátedras para el estudio de materias específicas, pero muchas veces, «la casa del profesor era el lugar indicado para desarrollar las clases ayudándose con figuras y atlas anatómicos».
    Esta situación desalentaba a los jóvenes, quienes tomaban otros caminos (como el comercio). No obstante ello, la familia Cuenca se caracterizó por la decisión de cuatro de sus cinco hijos, José María, Claudio Mamerto, Salustiano y Amaro, de convertirse en médicos. Lograron sobresalir Claudio y Salustiano. Este último, siguiendo los pasos del primero, se convirtió en un eximio cirujano, y a su muerte lo sucederá en la Cátedra de Anatomía y Fisiología. Morirá durante la epidemia de cólera de 1859.
    El 30 de octubre de 1838, Claudio Cuenca (de 26 años de edad) se recibió de médico y comenzó su actuación como profesional. Luego escribió una tesis a la que llamó Opúsculo acerca de las simpatías en general, y obtuvo el título de Doctor en Medicina. Contribuyeron a su formación los doctores Juan A. Fernández, Almería, Gómez de Fonseca y otros. Terminó sus estudios en 1839. En 1840, al emigrar el doctor Irineo Portela por causas políticas, Cuenca fue nombrado su sustituto en la cátedra de Anatomía y Fisiología.
    El Dr. Cuenca, anatómico consumado y excelente cirujano, ha tenido por discípulos lo más distinguido de los médicos argentinos durante 14 cursos que ha presidido hasta su fin desgraciado en la batalla de Caseros, a la edad de 39 años, como médico del Ejército de Buenos Aires.
    En anatomía era consumado: siendo disector su hermano el después Dr. Salustiano Cuenca, y ayudantes el Dr. José María Bosch y el que suscribe, hemos sido inmediatos observadores de su admirable destreza e inteligencia en la práctica del escalpelo. La difícil disección del sistema nervioso de los sentidos, del cerebro y origen de los nervios, gran simpático, era para él una cosa familiar y fácil: donde ponía el instrumento a primer golpe de vista, ahí estaba la arteria, vena o nervio que quería demostrar.
    En 1845 fue director de tesis del doctor Guillermo Rawson.
    Cuando el doctor Ventura Bosch ―médico personal de Juan Manuel de Rosas― partió hacia Europa, el Dr. Cuenca quedó en segundo lugar en la terna de profesionales que podían sucederle, junto con el Dr. Juan José Montes de Oca y con un médico francés de apellido Solier, de mucho prestigio. Sin embargo, Rosas lo prefirió y el Dr. Cuenca empezó a trabajar para él.
    En 1851 fue designado Cirujano Mayor del Ejército. Sin perjuicio de ello, desarrollaba en la Universidad de Buenos Aires las cátedras de anatomía, fisiología, materia médica y cirugía. Simultáneamente con su profesión cultivaba las letras con asiduidad, pero también con recatado silencio.
    Compuso epigramas, idilios, madrigales, comedias, dramas, etc. Cuenca era en lo íntimo adverso a la política de Rosas, y esto lo señaló en su producción poética. Ante los ojos de la sociedad, el joven médico se dedicaba de lleno a su profesión y al dictado de su cátedra. Nada dejaba percibir el drama oculto que lo atormentaba de tener que formar parte de los hombres de Rosas y en su intimidad se desahogaba espiritualmente con su fecunda producción literaria, producción que conoce todos los estilos y que mantiene oculta.
    Y así, convertido en médico personal y cirujano mayor del ejército de Rosas, volcaba en sus poemas sus verdaderos sentimientos ―poemas que llevaba permanentemente en un maletín que no se desprendía de el ni para dormir, pues muchas veces lo utilizaba como almohada―.
    En cumplimiento de sus obligaciones militares, su rol de médico lo encuentra en la batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852, atendiendo en el «hospital de sangre» levantado detrás del Palomar de Caseros.
    El general Justo José de Urquiza ordenó entonces al general uruguayo César Díaz (39) que atacara. En la compañía se encontraba, con el grado de coronel, el mercenario español José Pons Ojeda (36), que se hacía llamar «León de Palleja».
    Desde lo alto del mirador, los jefes del Palomar ―junto a los que se encontraba Cuenca― miden la situación y, al comprobar la gran desventaja numérica, resuelven capitular. Se enarbola la bandera blanca y cesa el fuego. Cuenca se dirige a su improvisado hospital levantado a cielo abierto y reanuda las tareas de restañar heridas. Con gran sorpresa siente una descarga cerrada de fusilería.
    La soldadesca de Rosas, haciendo caso omiso de la rendición, esperó la llegada ―con fines de parlamentar― de un pelotón de las tropas vencedoras. Pero al entrar estas les hacen fuego a quemarropa. Disipado el humo se vio el tendal en el suelo. Lo que ocurrió minutos después es inenarrable… Mientras los clarines sonaban a degüello, se vio a las tropas de Urquiza avanzar y meterse sus soldados por todos los rincones, masacrando a los moradores. El doctor Cuenca, sin perder la serenidad, desarmado, y exhibiendo las hilas en la mano, intentó dirigirse al jefe de la tropa asaltante, comandante Palleja y, al parecer, se dio a conocer y pidió protección para sus heridos. Por toda respuesta recibió varios golpes de sable; de una estocada fue atravesado y al minuto cayó exánime sobre el pavimento.
    Cuenca murió en brazos de los doctores Claudio Mejía y Nicomedes Reynal. El Dr. Claudio Mejía, compañero y fiel amigo de Cuenca, fue hecho prisionero por las fuerzas de Urquiza, pero consiguió recuperar el cadáver ―con sablazos en la cabeza, los hombros y los brazos, y una estocada en el vientre― y el inseparable maletín de su amigo con su obra poética. En un bolsillo de la casaca del médico militar se halló un poema titulado Mi cara:
    Esta cara impasible, yerta, umbría,
    hasta ¡Ay de mí! para la que amo, helada.
    Sin fuego, sin pasión, sin luz, sin nada,
    no creas que es ¡Ah, no! la cara mía.
    Porque esta, amigo, indiferente y fría,
    que traigo casi siempre, es estudiada…
    es cara artificial, enmascarada
    y aquí, para los dos, la hipocresía.
    Y teniendo que ser todo apariencia,
    disimulo, mentira, fingimiento
    y un astuto artificio en mi existencia,
    tengo pues que mentir, amigo, y miento.
    Claudio Cuenca
    Ningún parte oficial dio cuenta de la muerte de Cuenca. Según el Dr. Corbella, llama la atención «el silencio cómplice que hubo de algunos personajes que fueron actores en la toma del Palomar y que bien pudieron […] lamentar públicamente la muerte de Cuenca y que no lo hicieron».Cuenca fue enterrado en el lugar, pero ocho meses más tarde, el 10 de septiembre de 1852, sus amigos lo hicieron exhumar y trasladaron sus restos al Cementerio de la Recoleta, en la bóveda de la familia de su hermana Eulogia, los Mugica. Cumplido ese acto quedó flotando el dolor de su familia, el de sus amigos y el de María Atkins, su prometida.
    El mercenario español José Pons Ojeda (que se hacía llamar «General León de Palleja»), que mató a sablazos al Dr. Claudio Cuenca, fue lanceado y baleado catorce años después por los soldados paraguayos en la batalla de Boquerón

    • Carlos Pistelli

      Muy buen recuerdo, Marcelo!

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